lunes, 9 de noviembre de 2009

Carta pastoral del Prelado del Opus Dei Mons. Javier Echeverría con motivo del Año Sacerdotal



Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Al comenzar el mes de noviembre del Año sacerdotal, me gusta pensar que está enmarcado por dos fiestas litúrgicas en las que se pone de relieve el carácter sacerdotal del Pueblo de Dios: la solemnidad de Todos los Santos y la de Cristo Rey. En la primera, que celebramos hoy, se muestra el sacerdocio de Cristo en sus miembros, los cristianos; en la segunda, el día 25, se manifiesta que nuestra Cabeza, Jesucristo, es Sacerdote eterno y Rey del universo[1], que con su venida gloriosa al final de los tiempos tomará posesión de su Reino y lo entregará a Dios Padre[2].

Las dos solemnidades invitan a reflexionar sobre la dignidad de la vocación cristiana. San Pedro, en su primera epístola, nos dice a los bautizados las siguientes palabras: vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia[3]. El Príncipe de los Apóstoles afirma que Dios, al hacernos hijos suyos por la gracia del Espíritu Santo, nos ha insertado en el nuevo Pueblo de Dios —la Iglesia— al que se pertenece no por la descendencia de la carne, sino por la incorporación a Jesucristo. En virtud de tan increíble elección, gratuita e inmerecida —¡partícipes del sacerdocio de Cristo!—, se nos invita a anunciar las maravillas divinas con el ejemplo, con la palabra y con las obras.

Admiremos la bondad de Dios Padre y démosle gracias. No se contentó con enviar a su Hijo al mundo para salvarnos, sino que ha querido que la Redención llegue a todos los hombres, hasta el fin de los tiempos, sirviéndose de la Iglesia, que es Cuerpo de Cristo y presencia salvífica del Señor en el espacio y en el tiempo. San Agustín afirmaba que «así como llamamos cristianos a todos [los bautizados], en virtud del único crisma, así también llamamos a todos sacerdotes, porque son miembros del único Sacerdote»[4]. Nuestro Padre meditó mucho en este don tan grande e impulsaba a que todos tuviésemos los mismos sentimientos de Cristo[5]; por eso hemos de pensar: ¿hasta qué punto me empeño en asimilar esta riqueza?

La llamada universal a la santidad y al apostolado proviene, como de su raíz, del carácter bautismal. El sacerdocio común precede al sacerdocio ministerial, y este último se pone al servicio de aquel. Sin la regeneración del Bautismo no podría haber ministros sagrados, pues este sacramento abre la puerta a todos los demás; y sin sacerdocio ministerial, mediante el que la Iglesia anuncia a los hombres la doctrina de Cristo, los incorpora a su vida con los sacramentos —especialmente con la Eucaristía— y los guía hacia el Cielo, no podríamos progresar en el camino de la santidad. «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo»[6].

El Santo Cura de Ars expresaba con viveza la necesidad del sacerdocio ministerial. Benedicto XVI, en la carta con motivo del Año sacerdotal, recoge algunas expresiones del santo: «Sin el sacerdote —señalaba—, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De que nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del Cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros»[7]. ¿Cómo rezamos a diario, con auténtica fe, para que no falten sacerdotes santos? ¿Suplicamos al Dueño de la mies, como exigencia de nuestra condición de cristianos, que envíe trabajadores a su campo, en número suficiente para atender las abundantes necesidades del mundo entero?

Pero volvamos a la liturgia de hoy, que subraya el carácter sacerdotal del Pueblo de Dios. En una visión impresionante, el Apocalipsis nos muestra una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas, y con palmas en las manos, que gritaban con fuerte voz: ¡la salvación viene de nuestro Dios, que se sienta sobre el trono, y del Cordero![8]. Esa muchedumbre de personas que se postran en adoración delante de la Santísima Trinidad, en unión con los ángeles, son los santos: unos conocidos, la mayor parte desconocidos. Se ve ahí al Pueblo de Dios en su etapa final, que comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del Pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo[9].

Tanto el sacerdocio ministerial como el sacerdocio común son para santificar a los hombres. Los ministros sagrados, configurados con Cristo Cabeza de la Iglesia, lo ejercitan predicando la Palabra de Dios, administrando los sacramentos y siendo pastores que guían a los fieles hacia la vida eterna, como instrumentos visibles del Sumo y Eterno Sacerdote. Pero también los fieles laicos, en virtud del sacerdocio real, participan a su modo en ese triple oficio de Cristo Sacerdote. San Josemaría explicaba que todos los cristianos, sin excepción, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre[10].

No se precisa ningún encargo especial de la autoridad de la Iglesia, para sentirse urgidos a participar en la misión salvífica. Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que —siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial— capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación[11]. Detengámonos con frecuencia en lo que significa esta condición del cristiano, porque hemos de ser portadores de Cristo a la humanidad, y portadores de la humanidad a Cristo.

En el curso del Año sacerdotal, además de pedir por la santidad de los sacerdotes, hemos de rezar por la santidad de todo el pueblo cristiano. Si hay familias que educan a los hijos en el amor de Dios, con su ejemplo de vida cristiana; si hay hombres y mujeres que buscan seriamente a Jesucristo en las circunstancias de la existencia ordinaria, habrá muchos jóvenes que se sentirán llamados por el Señor al sacerdocio ministerial. En estos meses se nos ofrece una nueva ocasión para que todos tomemos más conciencia de la vocación universal a la santidad y al apostolado, y para esmerarnos en seguir decididamente esa llamada, sin medianías, sin dejarnos dominar por los estados de ánimo. ¿Cómo y hasta qué punto nos influyen el cansancio, las contradicciones, los fracasos? ¿Perdemos la paz fácilmente y no nos refugiamos en Dios? ¿Consideramos que la Cruz es fundamento y corona de la Iglesia?

San Josemaría recibió especiales luces divinas para enseñar cómo se puede servir a la extensión del Reino de Dios a través de las actividades temporales. El mismo día de su tránsito de este mundo, recordaba a un grupo de mujeres, fieles del Opus Dei, que también ellas —como todos los cristianos— tenían alma sacerdotal. Muchos años antes había escrito: en todo y siempre hemos de tener —tanto los sacerdotes como los seglares— alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical, para que podamos entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios (cfr. Ef 2, 19) y de la ciudad de los hombres[12].

El alma sacerdotal conduce a los bautizados —insisto— a tener los mismos sentimientos de Cristo, con hambres de unirse cada día a Él en la Santa Misa y a lo largo de la jornada. El espíritu sacerdotal impulsa a crecer en la ambición santa de servir, con dedicación sincera y concreta por el bien espiritual y material de nuestros semejantes; anima a cultivar un serio afán de almas, con el deseo vehemente de ser corredentores con Cristo, unidos a la Virgen Santísima y filialmente pegados al Romano Pontífice; mueve a mostrarse dispuestos a reparar por los pecados, los propios de cada uno y los de los hombres todos... En definitiva, a amar a Dios y al prójimo sin decir nunca basta en el servicio de la Iglesia y de las almas. San Josemaría lo resumía así: con esa alma sacerdotal, que pido al Señor para todos vosotros, debéis procurar que, en medio de las ocupaciones ordinarias, vuestra vida entera se convierta en una continua alabanza a Dios: oración y reparación constantes, petición y sacrificio por todos los hombres. Y todo esto, en íntima y asidua unión con Cristo Jesús, en el Santo Sacrificio del Altar[13].

En la Santa Misa adquieren nuestras obras valor de eternidad. En esos momentos, con vigorosa intensidad, el cristiano se vuelve plenamente consciente de su compromiso de colaborar con Jesús en la santificación de las realidades humanas, mediante el ofrecimiento de su vida y de toda su actividad. «Altare Dei est cor nostrum»[14], decía San Gregorio Magno; altar de Dios es nuestro corazón. Hemos de servirle no sólo en el altar, sino en el mundo entero, que es altar para nosotros. Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida[15].

Además, como manifestación de su participación en el oficio profético de Jesucristo, todos los fieles han de esforzarse por comunicar a otros las enseñanzas divinas. Ciertamente caben muchas maneras de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia; en cualquier caso, en la base de cualquier labor apostólica se encuentra siempre el mandato de Jesús a todos los cristianos: id y haced discípulos a todos los pueblos (...) enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado[16].

De igual modo, la participación en el oficio real de Cristo alienta a los cristianos a santificar las realidades terrenas; los laicos, en concreto, mediante su empeño por ordenar según la Voluntad de Dios los asuntos temporales[17], actuando en el mundo a modo de fermento[18] para poner a Cristo en la cumbre de todas sus actividades. «El sacerdocio común que hemos recibido en el Bautismo —explicaba don Álvaro siguiendo la doctrina de San Josemaría— es real, regio (cfr. 1 Pe 2, 9), porque al ofrecer a Dios lo que somos y tenemos, y al ofrecerle todas las actividades humanas nobles realizadas según el querer divino, somos reino de Cristo y reinamos con Él»[19].

Como parte de la misión específica que Dios le había confiado, San Josemaría enseñó que una característica esencial del modo de hacer presente el sacerdocio de Cristo según el espíritu del Opus Dei, tanto por parte de los ministros sagrados como de los fieles laicos, es la mentalidad laical propia de su condición secular y de su situación en el mundo. De este modo, sacerdotes y seglares colaborarán en el cumplimiento de la única misión de la Iglesia, cada uno según los dones recibidos, respetando la situación específica de cada uno. Los laicos ejercen su misión en el seno de las estructuras temporales, tratando de animarlas con el espíritu de Cristo; los sacerdotes sirven a los demás mediante la predicación de la Palabra divina y la administración de los sacramentos. Esto favorece, como escribe San Josemaría, que los clérigos no atropellen a los laicos, ni los laicos a los clérigos; que no haya clérigos que se quieran entrometer en las cosas de los laicos, ni laicos que se entrometan en lo que es propio de los clérigos[20].

El próximo 28 de noviembre se cumple un nuevo aniversario de la erección del Opus Dei en prelatura personal. Demos gracias a Dios y esforcémonos por difundir el profundo significado teológico y espiritual de la cooperación orgánica de sacerdotes y seglares en el Opus Dei, para participar en la misión de la Iglesia; sobre todo, con el testimonio de una vida cristiana coherente, permaneciendo cada uno —como dice el Apóstol— en la vocación en que fue llamado[21]: siendo sacerdotes o laicos al cien por cien. De este modo serviremos con eficacia a la Iglesia, como siempre hemos procurado realizar; con más motivo ahora que muchos confunden el laicismo —que intenta arrojar a Dios de las estructuras seculares— con la laicidad; y fomentaremos el sano espíritu laical, al que se ha referido el Romano Pontífice en varias ocasiones[22].

Dentro de unos días, el 7 de noviembre, ordenaré diáconos a 32 fieles del Opus Dei. Roguemos al Señor para que sean buenos y santos ministros suyos, y prosigamos rezando por la Persona e intenciones del Romano Pontífice, por su colaboradores, por los sacerdotes y diáconos, por los candidatos al sacerdocio del mundo entero. Recordaremos también el día en que la Virgen hizo la caricia a nuestro Padre de que encontrara la "rosa" en Rialp: acudamos a nuestra Madre Santísima, para que nos consiga de Dios la "rosa" perfumada de la fidelidad. Contamos también con la ayuda de todos los que nos han precedido; en las semanas de este mes hagamos más fuerte, con nuestra oración y nuestros sufragios, la unidad de la Iglesia triunfante, purgante y militante.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de noviembre de 2009

[1] Misal Romano, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo, Prefacio.

[2] Cfr. 1 Cor 15, 24.

[3] 1 Pe 2, 9-10.

[4] San Agustín, La Ciudad de Dios XX, 10 (CCL 48, 720).

[5] Cfr. Flp 2, 5.

[6] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 10.

[7] San Juan María Vianney; cit. por Benedicto XVI en Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.

[8] Ap 7, 9-10

[9] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de Todos los Santos, 1-XI-2006.

[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 96.

[11] Ibid., n. 120.

[12] San Josemaría, Carta 2-II-1945, n. 1.

[13] San Josemaría, Carta 28-III-1955, n. 4.

[14] San Gregorio Magno, Moralia 25, 7, 15 (PL 76, 328).

[15] San Josemaría, Notas de una meditación, 19-III-1968.

[16] Mt 28, 19-20.

[17] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31.

[18] Cfr. Concilio Vaticano II, decr. Apostolicam actuositatem, n. 2.

[19] Mons. Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1993, n. 11.

[20] San Josemaría, Carta 19-III-1954, n. 21.

[21] 1 Cor 7, 20.

[22] Cfr. Benedicto XVI, Discursos del 18-V-2006 y del 11-VI-2007.