viernes, 12 de diciembre de 2008

Homilía Pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado, en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe.


12 de diciembre de 2008


Muy queridos hermanas y hermanos,

Hoy estamos de fiesta, hoy celebramos 477 años de las apariciones de nuestra Señora de Guadalupe, nuestra Reina del Cielo, la Patrona de todo el Continente Americano y de Filipinas, la Estrella de la Evangelización, la Mujer que se hizo morena identificándose con todas las más variadas estirpes y uniéndonos a todos como hermanos e hijos de un mismo Dios para construir juntos la Cultura de la Vida y la Civilización del Amor. Hoy celebramos el maravilloso encuentro que sostuvo con san Juan Diego Cuauhtlatoatzin y, por medio de él, la entrega de su Mensaje de amor y esperanza, que tan hermosamente está narrado en tantos documentos históricos, especialmente en el llamado: “Nican Mopohua” y, asimismo, también nos entregó su bendita Imagen plasmada en la tilma de este gran hombre, de este humilde macehual. Hoy nos sigue sorprendiendo que su señal, su Imagen, en esta bendita tilma, confeccionada en material vegetal, se conserve entre nosotros después de tantos años. Aquí está su hermosísima Imagen, que es toda una carta de amor para todos los hombres de toda raza, lengua y color. La Santísima Virgen María, la mujer que dijo “sí” a Dios, que puso toda su vida entre sus manos buenas y misericordiosas, viene a darnos a su Hijo Jesucristo; el cual quiere encontrarse con el ser humano y hacer una realidad las palabras del profeta Isaías que todavía resuenan en este recinto: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros” (Is 7, 14).

En la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe contemplamos que es una mujer “encinta”, es una mujer embarazada, una mujer que porta en su Inmaculado Vientre a Jesucristo nuestro Señor, Hombre verdadero y Dios verdadero, Sol de justicia y Luz que ilumina; por lo tanto, la Imagen de Santa María de Guadalupe es una imagen de una mujer de Adviento, de Espera, es “María estrella de la Esperanza” como dice el Santo Padre Benedicto XVI: “Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas […] Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros?” (Benedicto XVI, Spe Salvi, Nº 49.)

Y es verdad, fue Jesucristo quien eligió a esta humilde sierva, a la doncella de Nazareth, a María, para poner su tienda, su casa, su hogar entre nosotros, para quedarse en medio de los que lo aman, en medio de los que tienen fe, en medio de los que se mantienen perseverantes en la esperanza; pero, de igual manera viene por los desfallecidos, por los que han perdido la fe en el camino de los años, los alejados, los que no quieren saber nada de Dios, por los desesperados, por los que se han dejado llevar por las soberbias y los egoísmos, por los que siguen poniendo su corazón en las cosas temporales y viven entre los ídolos del dinero, del odio y la corrupción, entre la mezquindad de los robos, de los secuestros y los asesinatos, entre la suciedad de la promiscuidad, la violencia y la injusticia. Jesucristo nuestro Señor es quien sana y salva y viene a nosotros con un infinito amor y misericordia para que en Él todos tengamos el camino cierto, la libertad plena en la verdad y la vida en abundancia. Él es quien toma la iniciativa para sanarnos y salvarnos. Por ello, podemos exclamar junto con Isabel, la prima de María: “¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme?” (Lc 1, 43)

Santa María de Guadalupe es la que nos conduce a su Hijo Jesucristo: Camino, Verdad y Vida, quien desea vivamente conducirnos por el verdadero camino de la santidad en una profunda conversión; quiere conducirnos por la verdad que nos hace plenamente libres y nos llena de júbilo; que desea vivamente conducirnos por la vida plena que nos realiza como seres humanos ayudando a los otros, al prójimo, a descubrir el inmenso valor de su dignidad y de la misión de amor que les ha sido encomendada.

Dios personalmente viene por medio de su propia Madre, Santa María de Guadalupe, y quiere permanecer en medio de nosotros que somos su pueblo, su familia, sus hijos. Pero Dios siempre respetará nuestra libertad. Por ello, el Salmo 66 nos invita a pedirle a Dios que tenga piedad de nosotros y nos bendiga, pues si nosotros seguimos rechazándolo, si somos nosotros los que no queremos tener este encuentro de amor y plenitud, si somos nosotros los que cerramos los ojos y los oídos, los que clausuramos la entrada de nuestra alma y nuestro espíritu, si atrancamos las puertas de nuestro ser y no lo dejamos ni entrar, ni hablar, y mucho menos bendecir; seremos nosotros quienes perderemos el camino, nos cubriremos de mentiras y de errores, y la vida verdadera se nos escapará del alma y del cuerpo; perderemos el camino de la verdadera justicia y de la paz, viviremos en la desesperanza y en la traición, torceremos nuestro camino por senderos de muerte.

¡No hermanos míos! Todos nosotros hemos sido creados, no por un accidente o circunstancialmente, sino por el amor de Dios, por ese inmenso y misericordioso amor del Creador del cielo y de la tierra, ahí está nuestra dignidad: somos hijos de Dios, y nos ama tanto que quiere encontrarse con nosotros y lo realiza por medio de lo más amado para Él, su propia Madre, quien también es nuestra Madre, por ello no son en vano las palabras que nos dirige Nuestra Señora de Guadalupe por medio de su humilde mensajero, san Juan Diego Cuauhtlatoatzin: “Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas…”(Nican Mopohua, v. 118.) Así también lo proclama el Salmo 27: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? Amparo de mi vida es el Señor, ¿por qué he de temblar?” Y esto mismo nos decía el recordado y siempre amado Siervo de Dios Juan Pablo II: “¡No tengan miedo! ¡Abran, abran, de par en par las puertas a Cristo!”. Y ahora también nos lo confirma nuestro Padre y Pastor, Benedicto XVI, al dirigirse a la Santísima Virgen María, a quien le dice: “¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no tengan miedo!”. (Benedicto XVI, Spe Salvi, Nº 50)

Todos nosotros podemos estar con la máxima seguridad de que contamos con el amor siempre fiel y misericordioso de Dios, por ello, lo podemos llamar con inmensa alegría “¡Abbá! ¡Padre!”; un Padre que hace de nosotros su familia y cada una de nuestra familias son este testimonio del Amor inmenso de Dios, y que juntos vamos a festejar próximamente al inicio del año 2009. Podemos saltar de regocijo como lo hizo Juan el Bautista cuando todavía se encontraba en el vientre de su madre Isabel, o cantar con júbilo junto con todas las naciones como nos lo manifiesta el salmo 66 el día de hoy; o exclamar como lo hizo la prima de María: “Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1, 45); o proclamar como la misma Virgen María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi Salvador.” (Lc 1, 46)

Sí hermanos míos, es el mismo Dios y Señor quien ha venido a poner su hogar entre nosotros, gracias a Santa María de Guadalupe, quien ha pedido precisamente la construcción de esta casita sagrada para darnos todo su amor, del cual nada ni nadie nos puede apartar. Es Él quien ha venido a encontrarse con cada uno de nosotros para que también nosotros digamos ese “sí” a Dios y Él pueda habitar en nuestro corazón y juntos poder construir la civilización del amor.
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